El Amor: 17 (alfa) - El Monte Tabor



Escrito I
2ª parte - EL AMOR


17 (alfa)- El Monte Tabor

Tras el lento y tortuoso recorrido desde Jerusalén la llegada del autocar a Nazaret se produjo sin problemas. Me alojé en el albergue San Gabriel, junto a la iglesia del mismo nombre. Las vistas de la ciudad eran preciosas desde esta colina. El monte Tabor se alzaba al Este, esplendoroso, a poco más de diez kilómetros.
Después de un tentempié me dirigí al recepcionista, le pregunté cómo ir al monte Tabor. Llegué en el momento adecuado, justo un grupo de peregrinos salía en autocar hacia él, así que me apunté a la “excursión”.

Desde la cima del monte la panorámica era preciosa, inmensos valles pincelados de verdor arropados por un cielo azul majestuoso. La planicie del cerro llamaba al recogimiento con sus bellos y sencillos jardines, se distinguía la mano de los franciscanos en su cuidado.
Entré en la Basílica, su piedra caliza le unía firmemente a la tierra y como si fuera una prolongación de ésta se elevaba uniéndose al cielo. Me senté a orar. Destacando en una cúpula frente a mí la imagen del Maestro, su aureola atrajo mi atención y me llevó a otro tiempo…

El Maestro ya no estaba con nosotros, me encontraba orando como Él nos había enseñado: “Abbá…”
Sumido estaba en mi dolor y soledad cuando sin saber cómo me sentí arrebatado del mundo que me rodeaba, vi al Maestro a unos pasos de mí rodeado por una aureola de luz dorada, permanecía inmóvil y en silencio. Entonces su Ser se iluminó y ante mis ojos apareció una paloma blanca revoloteando, ésta acabó posándose frente a mí.

Una Voz tierna y compasiva exclamó:
—¡Ofrécele tu sufrimiento!
Pensé en todo aquello que me tenía sumido en un estado de impotencia y consternación. Mi vida era una constante búsqueda del amor y me sentía completamente perdido sin saber qué hacer ni dónde ir, ya nada tenía sentido para mí. Lentamente unas lágrimas brotaron de mis ojos cayendo sobre mis manos.
—¡Bríndale tus manos!
Las extendí ante la paloma. Mis lágrimas se convirtieron en granos de trigo, ésta se acercó y se los comió.

—¡Juan! ¡Has llegado a la cumbre! ¡Te entrego mi Espíritu!

La paloma puso un pequeño huevo blanco.
―¡Trágatelo! —exclamó la Voz con firmeza. Así lo hice.
―¡Dale calor y cuídale con tu amor!
―¡Deja que crezca dentro de ti hasta que eclosione!
―¡Aliméntale con tus obras hasta que podáis echar a volar siendo Uno!

Seguidamente surgieron ante mí rostros de niños, jóvenes y ancianos.
—¡Todos ellos eres tú!
Me llamó por mi verdadero nombre, un nombre que no puedo pronunciar.
—¡Toma el Libro de la Vida y escribe en Él palabras de Amor y Verdad!
La paloma abrió las alas y emprendió el vuelo. Volví a ver al Maestro. Me sonrió y desapareció…

Una monja se me acercó:
—¡Hermano, es la hora de cerrar el templo!
Me levanté y salí estando entre dos universos.

Me senté ante las ruinas de la muralla, junto a la puerta llamada "Bab el-Hawa" —puerta del viento—, a contemplar una puesta de Sol única.
Todo era quietud y silencio.



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Ángel Khulman